Hace mucho tiempo, los habitantes de Silvalandia
atraparon un bicho que se escondía entre los árboles espinosos de las colinas.
Aunque de aspecto más bien amable, este animal se opuso al cautiverio mediante
un chorro luminoso que le brotaba de la boca y que producía sacudidas
eléctricas a los cazadores.
Convencidos de que se
trataba del legendario basilisco, cuyas temibles propiedades ornaban los
pergaminos de la biblioteca, las autoridades decidieron encerrarlo en una jaula
para contemplación y maravilla de los visitantes de la plaza mayor. Todo iba
bien hasta ese momento, pero a la hora de instalarlo en su forzosa morada se
hizo presente el filósofo Rauschenberg, quien afirmó que no se trataba de un
basilisco por la sencilla razón (entre otras menos sencillas)de que no tenía
cuernos y que su mirada, en vez de petrificar a los que osaban hacerle
frente, tendía más bien a llenarles el alma de un grato sentimiento azucarado
que los volvía más buenos y más ecuánimes.
Perturbados en sus
decisiones, los alcaldes consultaron a diversas autoridades y reiteraron su
voluntad de enjaular al inquietante animal. Por su parte y firme en sus
convicciones, el filósofo Rauschenberg hizo notar que éste no tenía las escamas
que son obligatorias en todo basilisco, que en cambio lucía cintas multicolores
que le daban un aire de envoltorio mágico, de obsequio auspicioso. Ante tales
argumentos se optó finalmente por una solución intermedia, es decir, que la
jaula fuera instalada en plena plaza para albergar al supuesto basilisco, pero
se la dejó abierta para que éste, si no lo era, pudiese dar pruebas
convincentes de su naturaleza inofensiva.
Lo que sucedió entonces
sigue y seguirá siendo tema de meditación en Silvalandia, puesto que el
policromado animalito se pasó la vida entre la jaula y sus adyascencias, medio
cuerpo afuera y el resto adentro, como si él mismo ignorara su verdadera
naturaleza y desconfianza a la vez de la prisión y de la libertad. Los maestros
de Silvalandia aprovecharon para aleccionar a sus alumnos, pero los niños se
reían de las moralejas y sólo pensaban en los ojos azules del basilisco, al que
llamaban Pepe y que jamás los electrizó con los efluvios de su boca, dedicada
sobre todo a comer las semillas que le traían los niños en un descuido de sus
mayores.
Silvalandia, de Julio Cortázar