viernes, 13 de marzo de 2015

Indecisión zoológica

        Hace mucho tiempo, los habitantes de Silvalandia atraparon un bicho que se escondía entre los árboles espinosos de las colinas. Aunque de aspecto más bien amable, este animal se opuso al cautiverio mediante un chorro luminoso que le brotaba de la boca y que producía sacudidas eléctricas a los cazadores.
      Convencidos de que se trataba del legendario basilisco, cuyas temibles propiedades ornaban los pergaminos de la biblioteca, las autoridades decidieron encerrarlo en una jaula para contemplación y maravilla de los visitantes de la plaza mayor. Todo iba bien hasta ese momento, pero a la hora de instalarlo en su forzosa morada se hizo presente el filósofo Rauschenberg, quien afirmó que no se trataba de un basilisco por la sencilla razón (entre otras menos sencillas)de que no tenía cuernos  y que su mirada, en vez de petrificar a los que osaban hacerle frente, tendía más bien a llenarles el alma de un grato sentimiento azucarado que los volvía más buenos y más ecuánimes.
     Perturbados en sus decisiones, los alcaldes consultaron a diversas autoridades y reiteraron su voluntad de enjaular al inquietante animal. Por su parte y firme en sus convicciones, el filósofo Rauschenberg hizo notar que éste no tenía las escamas que son obligatorias en todo basilisco, que en cambio lucía cintas multicolores que le daban un aire de envoltorio mágico, de obsequio auspicioso. Ante tales argumentos se optó finalmente por una solución intermedia, es decir, que la jaula fuera instalada en plena plaza para albergar al supuesto basilisco, pero se la dejó abierta para que éste, si no lo era, pudiese dar pruebas convincentes de su naturaleza inofensiva.
    Lo que sucedió entonces sigue y seguirá siendo tema de meditación en Silvalandia, puesto que el policromado animalito se pasó la vida entre la jaula y sus adyascencias, medio cuerpo afuera y el resto adentro, como si él mismo ignorara su verdadera naturaleza y desconfianza a la vez de la prisión y de la libertad. Los maestros de Silvalandia aprovecharon para aleccionar a sus alumnos, pero los niños se reían de las moralejas y sólo pensaban en los ojos azules del basilisco, al que llamaban Pepe y que jamás los electrizó con los efluvios de su boca, dedicada sobre todo a comer las semillas que le traían los niños en un descuido de sus mayores.



Silvalandia, de Julio Cortázar